Santurce es Santurce

Ana Lydia Vega
Viernes, 4 de febrero de 2005

El Nuevo Día

"
Ponce es Ponce", machacan los ufanos naturales de La Perla del Sur, reprimiendo con dificultad el deseo irresistible de añadir que "lo demás es parking". Y es innegable: los ponceños son la auténtica pata del diablo. No sólo se las han arreglado para darnos una sobredosis de belleza arquitectónica, procerato político y protagonismo cultural, sino que han conseguido lo que el resto del País no ha podido en cinco siglos: tener su propio pasaporte.

Pero los ponceños no son los únicos en creerse ombligo de la patria. Iguales pretensiones albergan, aunque con mayor disimulo, los otros 77 municipios. Algunos sobrenombres delatan esa secreta sed de epopeya: la Sultana del Oeste, el Diamante del Norte, la Atenas de Puerto Rico, el Corazón del Nuevo País... A propósito, hace unos días, leí que la Ciudad Bruja se ha declarado cuna indiscutible del baile de bomba, arrebatándole de un zarpazo a Ponce esa gloria ancestral.

Sí, señores: el orgullo regional es cosa seria. Contrario al nacional, siempre objeto de agrias polémicas, invita, por encima de toda bandería disociadora, a una cierta unanimidad festiva. Eso me consta porque nací y me crié en Santurce, única y verdadera capital puertorriqueña. Así como lo leen. Hasta el muy humillado, abandonado y expropiado gueto de Cangrejos tiene su carné de identidad.

Además del sello histórico que le imprimen sus orígenes cimarrones, Santurce exhibe una configuración distintiva de urbe colada entre humedales. Su doble personalidad, moderna y arrabalera, se ha desarrollado en oposición al casco protegido del Viejo San Juan. Separada de la isleta por el mar y de Hato Rey por un caño, conserva un airecito autosuficiente de finca segregada. Tal vez por eso, dice una amiga santurcina con vocación ponceña que "más allá de Martín Peña, no hay civilización".

Aunque vienen en todos los tamaños, colores y sabores, no es difícil identificar a un santurcino bona fide. De hecho, hay un rasgo inconfundible que lo retrata: la habilidad para reconocer, casi por instinto, cada una de las paradas de guagua. Ningún otro mortal podrá llegar jamás a penetrar los misterios de esos desconcertantes dígitos que designan no sólo las paradas y hasta las medias paradas sino también las barriadas aledañas.

Los números, en apariencia arbitrarios, establecen una especie de código geográfico y social manejado con soltura por los santurcinos. Ser de la veinte no es lo mismo que ser de la quince o de la veinticinco. Tampoco es lo mismo vivir en la veintitrés abajo que en la veintitrés arriba. El abajo y el arriba los determinan, desde luego, las fronteras establecidas por la avenida Fernández Juncos y la avenida Ponce de León. Jamás entenderá ese santo enredo quien no haya residido por buen tiempo en Santurce.

Si la prueba de las paradas resulta fundamental, la de los cines acabará de despejar las dudas. Pregúntele, a quemarropa, a cualquier inocente peatón los nombres de cinco cines desaparecidos. El santurcino inequívoco los recitará de corrido y hasta añadirá unos cuantos a la lista: el Paramount, el Metropolitan, el Matienzo, el Music Hall, el Radio City, el Miramar, el Lorraine, el Efe, el Cinerama... Hasta los más jóvenes se acordarán de los difuntos pues la memoria cangrejera se hereda con el ADN.

„Las estructuras emblemáticas‰ -como llaman ahora a esos bellísimos edificios antiguos que sobreviven a las malas bajo riesgo permanente de implosión- podrían incluirse en el examen, así como los nombres originales de las calles que han sucumbido al capricho político de un nuevo bautizo. Amén de los eternos recuerdos deportivos y musicales, entre los que se cuentan las pelas beisboleras a los Senadores del San Juan y la plena de César Concepción dedicada a Santurce.

Todo santurcino que se respete tiene un olfato altamente cultivado, fruto de su crianza entre olores nada neutrales: el aroma del café Yaucono, que permea manzanas enteras desde su sede en la parada dieciocho; el tufo a mangle, bautizado con descargas sanitarias, que remonta cuando llueve de las lagunas; y el aliento yodado del mar, que se pega a la piel como el salitre. El santurcino emigrado a una de esas remotas urbanizaciones encerradas e inodoras padecerá por siempre de aburrimiento nasal.

Habiendo concluido esta modesta aportación al mito de la santurcidad, no puedo pasar por alto el grave peligro que enfrenta el Santurce de carne y hueso. Se trata del controvertible Proyecto de Revitalización, iniciado en 2003 por el gobierno. La remodelación urbana no puede hacerse a costa de la expulsión de los habitantes. En aras de la construcción de multipisos lujosos para los pudientes, las expropiaciones forzosas amenazan con borrar toda una historia de arraigo citadino.

La memoria ni se injerta ni se trasplanta. Se refina a través de un larguísimo proceso de añejamiento. Los lazos de afecto que nos vinculan a nuestro entorno no nacen de la noche a la mañana. Son el resultado de una lenta y compleja fusión de vivencias colectivas y personales.

Como los ponceños, tan enamorados de su hermosa ciudad, hoy pido respeto para la mía. Ante la destrucción y la insensibilidad, proclamo a voz en cuello con los vecinos combativos de San Mateo: ¡Santurce no se vende!